viernes, 2 de abril de 2010

Andersen


Recuerdo al niño. En su cama lee un libro grande, enorme si se le compara con su tamaño, de lomo estrecho y cubierta blanca y dura. Se sumerge en la lectura de los cuentos, en sus ilustraciones imaginadas de historias familiares. Conoce a casi todos los personajes: el patito marginado que se convierte en cisne, un soldadito de plomo sin pierna (le produce una congoja especial que en este no haya final feliz), un emperador estúpido que reina sobre un pueblo estúpido… El último cuento del libro no lo conoce, nunca se lo han contado. Leerlo es como tener fiebre (quizás el niño tiene fiebre y sus padres le han comprado el libro para que no se aburra); habla de una reina hermosa y fría, y dentro del cuento cuentan otros cuentos que no llega a comprender (¿es muy pequeño o es la fiebre?). Además le cuesta creer que una mujer que aparece tan bella en las ilustraciones pueda ser tan mala; le gustaría que fuera a él a quien secuestrara esa Reina de las Nieves y volar en trineo, y contemplar la soledad de ese reino gélido de cristal. Pero también quiere que le rescate el calor y los besos del amor de una niña que le quiera. Le cuesta dormirse, tiene frío aunque la frente le brilla de sudor, y no deja de darle vueltas: el cuento es demasiado complicado. Pero a partir de entonces, cada vez que coja el libro grande y blanco, será sólo para leer esa historia aunque no la entienda del todo, porque no la entiende del todo. A partir de entonces siempre será así.