lunes, 21 de septiembre de 2009

Insurrección

Dice la canción que a la gente no gusta que uno tenga su propia fe y, aunque deberíamos estar acostumbrados, hay momentos que te pillan con la guardia baja y te sorprendes viviéndolos demasiado cerca y con demasiada intensidad. La dificultad de aceptar al otro como algo distinto parece ser directamente proporcional a la cercanía al grupo tribal al que se supone que uno debe pertenecer, da igual que sea país, pueblo (el de las casitas o el otro), clase social, ideología política, religión o familia. Si se supone que uno está dentro de cualquier grupo, la primera norma parece ser la renuncia a la disidencia, seguir al líder o a la corriente de opinión imperante; callar o mejor aún, dar la razón cabeceando para asentir en el coro de ovejas que se retroalimentan de sus propias aseveraciones, cada vez más pobres y baratas. Si hoy en día cuesta aceptar a los que no son como nosotros –la secta necesita reforzar su identidad como grupo excluyente – que decir cuando el diferente es “uno de los nuestros”. La diferencia se convierte entonces en traición imperdonable; se oye el rumor de las ovejas cuchicheando y apenas se ve la sombra de los dedos señalándote la espalda, siempre la espalda. Enhorabuena, has sido marcado.
Siempre se puede escapar, a veces con más dolor que otras, de cualquier grupo, incluso de los que no se eligen, de los que te vienen asignados como un pecado original indeleble en el momento que apareces en el mundo. Cualquier cosa merece la pena con tal de no renunciar a la propia identidad. Cualquier cosa.