Habían atravesado la capa de
nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión, arrancando reflejos metálicos
del cuadro de mandos. El mar aparecía debajo, entre los claros, con distintos
azules iridiscentes, y las sombras de los cúmulos parecían bailar alegres sobre
su superficie. En la cabina los doce tripulantes guardaban silencio mientras
escuchaban un aria que amortiguaba el batir de los cuatro motores.
El comandante conectó el
piloto automático y sacó de la cartera la fotografía de sus hijos. Se los
imaginó en el jardín de su casa, sentados en sus rodillas, tratando de
explicarles la extraña belleza del gigantesco hongo gris que habían dejado
creciendo a sus espaldas.