jueves, 17 de diciembre de 2009

Dylan, Fresán y otras visiones

Las sensaciones, los recuerdos de las sensaciones, se me despiertan a veces de un modo abrupto e inextricable. Saltan de sus escondites en alguna neurona olvidada, desde algún cajón cerebral oxidado, azuzados por disparaderos sorprendentes. En esta ocasión ha sido una frase en el último libro de Fresán; una frase, un verso, que no es suyo – quizás ahora ya no sea de nadie para poder ser universal –, y que hoy me impacta como la primera vez que la leí.

Temblaba todavía la lápida de mármol sobre el cadáver del dictador muerto el año anterior. Los policías llevaban metralleta y cara de mala leche, y vestían de un gris “final de época”. Las pintadas en los muros de Moratalaz aún se tapaban con brochazos de pintura, pero el esmero de los censores decaía, y a través de las aspas y cruces negras se podían seguir leyendo los mensajes subversivos; y nosotros todavía teníamos catorce años. En mi casa aún no había ninguna radio con FM y hacía muy poco que había entrado el primer equipo: un Dual-Bettor compacto con radio, solo onda media, pletina y tocadiscos. No conocía casi nada de música: no tenía hermanos mayores que me introdujeran en las tendencias recientes y el primer disco me lo había regalado mi padre: en la funda se veía la cara de los cuatro de Liverpool, pero el título era algo así como “Paul Mauriat interpreta a The Beatles”, lo que no ayudó precisamente a que me interesara por la música y provocó que ya no me reconciliara del todo con los Beatles jamás. A Dylan le descubrí merendando en casa de un compañero de colegio, uno de esos a los que se llevó después la distancia. Tenía el “Desire”, recién salido, y a mí me encantó la voz rasgada de aquel judío con pinta de hippy. Así que, una vez hecho el descubrimiento de algo “moderno” que me gustaba solo faltaba comprar un disco, mi primer disco, ¿pero cuál? El asesoramiento musical en el grupo de amigos del colegio recaía en Tati. Tenía hermanos mayores, discos de pop y rock de los 60 y 70, y hasta un pickup en su cuarto. Y sabía de música.

La tienda de discos,“Los Sotanos “, estaba en la Gran Vía, a media hora en el Veinte más un rato añadido caminando desde Sol. Para mí el viaje hasta el centro todavía tenía algo de aventura, y aquel, además, tuvo algo de iniciático, con Tati, Quique y yo atravesando calles en busca de un disco que nunca había oído. Por algún motivo reconstruyo el recuerdo como un improbable día otoñal, con el olor de las castañas asadas de los puestos de Callao y a un Tati con una barba imposible por temprana. Quique salió de allí son el “Wish you were here”, también su primer disco,, Tati con uno de los Stones y yo, con un disco doble de hacía diez años, el “Blonde on blonde”. Al llegar a casa lo escuché muchas veces seguidas; hallé la que a partir de entonces sería mi canción favorita, “Y want you”, flipé con la música y las letras y, escondida en una canción llena de remordimiento, descubrí la frase:

The ghost of ’lectricity howls in the bones of her face

Where these visions of Johanna have now taken my place

Un grito visible, un fantasma aullador, una calavera electrificada, el ser remplazado por las visiones de otro. No entendía nada y eso me encantaba. Memoricé los versos sin querer, como una huella de aquel día, de aquellos años, y me siguen asaltando involuntariamente desde entonces; siguen oliendo a disco nuevo, a mundos por descubrir, a frases por descifrar. A amistad.

A Fresán me lo descubrió otro amigo, Andrius, muchos años después. Tomándose una tregua en su costumbre de regalarme por mi cumpleaños discos cada vez más extraños e inaudibles, me sorprendió con un libro, “La velocidad de las cosas”, de un autor desconocido para mí. Me resulta imposible explicar por qué me encuentro tan cómodo, tan identificado con el modo de escribir de algunos escritores; como si, de algún modo extraño, casi esotérico, participara de su modo de narrar anticipándome a lo que sigue a continuación. Me ocurre con distintos estilos, pero de un modo quizás más gratificante con cierta forma argentina –en los dos sentidos – de creación. Borges, Bioy Casares, Cortazar forman parte de un mundo al que a partir de entonces se unió Fresán.

En “El fondo del cielo”, su último libro, –parece que, afortunadamente, Andrius ha renunciado definitivamente a seguir regalándome música –, y a pesar de que me ha parecido algo discontinuo, he vuelto a encontrarme con ese estilo denso y confortable. Y con los versos de Dylan (dos veces). Medio perdidos en tantos fines del mundo como tiene el libro, subrayan impactos que se me hacen guiños a gustos comunes. También alguna vez tuve la intención de utilizar las mismas palabras para un relato que no fue y que ahora ya no será definitivamente, pero, mientras en este momento vuelve a crepitar el vinilo, me hace entender la violenta tentación de usarlas una vez que se han escuchado, aunque como dice el final de la canción:

The harmonicas play the skeleton keys and the rain

And these visions of Johanna are now all that remain

lunes, 21 de septiembre de 2009

Insurrección

Dice la canción que a la gente no gusta que uno tenga su propia fe y, aunque deberíamos estar acostumbrados, hay momentos que te pillan con la guardia baja y te sorprendes viviéndolos demasiado cerca y con demasiada intensidad. La dificultad de aceptar al otro como algo distinto parece ser directamente proporcional a la cercanía al grupo tribal al que se supone que uno debe pertenecer, da igual que sea país, pueblo (el de las casitas o el otro), clase social, ideología política, religión o familia. Si se supone que uno está dentro de cualquier grupo, la primera norma parece ser la renuncia a la disidencia, seguir al líder o a la corriente de opinión imperante; callar o mejor aún, dar la razón cabeceando para asentir en el coro de ovejas que se retroalimentan de sus propias aseveraciones, cada vez más pobres y baratas. Si hoy en día cuesta aceptar a los que no son como nosotros –la secta necesita reforzar su identidad como grupo excluyente – que decir cuando el diferente es “uno de los nuestros”. La diferencia se convierte entonces en traición imperdonable; se oye el rumor de las ovejas cuchicheando y apenas se ve la sombra de los dedos señalándote la espalda, siempre la espalda. Enhorabuena, has sido marcado.
Siempre se puede escapar, a veces con más dolor que otras, de cualquier grupo, incluso de los que no se eligen, de los que te vienen asignados como un pecado original indeleble en el momento que apareces en el mundo. Cualquier cosa merece la pena con tal de no renunciar a la propia identidad. Cualquier cosa.

jueves, 20 de agosto de 2009

Futuros

Las interrogaciones se acumulan en el cielo. Se apelotonan formando nubes de concavidades girando y tronando locas, sin sentido. Cuando descargan, de vez en cuando, solo dejan caer una lluvia fina de puntos suspensivos.

sábado, 23 de mayo de 2009

Ausencias

Un desconocido utiliza mis noches para soñar con calles desiertas, castillos iluminados y fuegos artificiales.

jueves, 9 de abril de 2009

El crucigrama

Hasta el día en que el abuelo se vino a vivir con nosotros, el crucigrama del diario había acompañado sus desayunos junto al enorme tazón de leche caliente que le servía la abuela, y sobre el que desmigaba el pan del día anterior. Se sentaba a la mesa ya vestido, fuera o no fuera a salir a la calle, con su gorra de pana verde cubriéndole los pocos pelos blancos que le quedaban y no levantaba la cabeza hasta que la loza del fondo de la taza aparecía limpia y el crucigrama quedaba resuelto. Yo le miraba con los ojos muy abiertos durante su ritual matutino, las temporadas que pasaba con ellos, cuando mamá tenía turno de noche en el bar –papá siempre estaba de viaje –, o cuando me agarraba uno de esos catarros que me duraban medio invierno. El abuelo me sentaba sobre sus rodillas y fingía que me consultaba:

– A ver, chico –, nunca me llamaba por mi nombre, creo que porque era el mismo de mi padre – dime: Adorador de dioses paganos – o bien – ¿y esta? Persona que abusa de su autoridad.
–Deja al chaval. No ves que está malito – protestaba mi abuela continuando su trajinar, revoloteando con algún trapo por la cocina mientras esquivaba los pellizcos pícaros del abuelo, pero haciéndole gestos disimulados no fuera que aprendiese cosas que no debiera.
Yo me encogía de hombros sin saber que responder y esperaba a que rellenase las casillas vacías con aquellas mayúsculas firmes y negras

– Lalo –, le preguntaba –¿de donde salen todas esas palabras?
– Están todas aquí – y se daba unos toquecitos con el índice nudoso en la cabeza.

Así que durante mucho tiempo imaginé que esas palabras surgían de su gorra; que no había otra manera de cazar palabras que llevar el mágico gorro verde del abuelo.

Mamá dejó de trabajar cuando nació Bea, mi hermana y, aunque mi padre continuó viajando, yo dejé de pasar tanto tiempo en casa de los abuelos. Cuando les veíamos, él me cogía en brazos y me soltaba alguna definición facilona para que intentase adivinarla, agitando un caramelo de violeta como supuesta recompensa a un acierto que no solía llegar, pero que me daba de cualquier manera.

La abuela se murió la mañana de un sábado de invierno, el día que Bea cumplía tres años. Mamá había comprado unos sombreritos ridículos de cartón azul brillante –algún resto de los cotillones de nochevieja – y dejó que nos los pusiéramos nada más levantarnos aunque las visitas no llegarían hasta la merienda. Ella también se puso uno, arriesgando su permanente, mientras preparaba un bizcocho de coco en el horno. Cuando sonó el teléfono nos dijo «Este es vuestro padre, que llega más tarde». Pero no era él. Descolgó y se quedó escuchando mientras nosotros la observábamos. Apenas hizo preguntas. Nos dio la espalda intentando esconder el llanto mientras hablaba en susurros, sujetando el teléfono con los nudillos blancos. Sólo lo soltó cuando una nube blanca salía de la cocina invadiendo ya toda la casa. Cuando unas horas más tarde llegó mi padre arrastrando su maletín de viajante, con el traje arrugado y la corbata rendida, la casa ya estaba ventilada y el bizcocho en la basura. El día que murió la abuela llevábamos sombreritos de feria, la casa olía a coco y harina quemados y el abuelo se vino a vivir con nosotros.

Pero ya no volvió a ser el mismo. Desde por la mañana hasta la hora de la cena se quedaba sentado en la cocina sin apenas probar la comida, destocado, con sus pocos pelos alborotados y cada día más pequeño, menguando calladamente dentro del pijama verde-hospital. Se convirtió en un exiliado permanente entre los azulejos blancos, confinado en el mutismo más absoluto. A veces cerraba los ojos y apenas se le notaba respirar y Bea, preocupada, me preguntaba bajito «¿Tu crees que el lalo se ha muerto?».
Durante los meses siguientes mamá luchó incansable contra la deriva de la mente y el cuerpo del abuelo. Junto con el tazón de leche le ponía un crucigrama y le insistía «Venga papá, si esto te encanta», y le leía las definiciones del mismo crucigrama un día tras otro. Bea y yo acabamos por sabérnoslas de memoria y a veces, mientras mi madre las repetía, nosotros la acompañábamos cantándolas como una tabla de multiplicar palabras: «Uno horizontal, siete letras…». Diez por diez casillas que permanecieron invariablemente vacías hasta que mamá acabó por rendirse y se conformaba con que se tomara la mitad del tazón de leche limpia, sin pan ni palabras.

El primer día de vacaciones de aquel año mamá me despertó abriendo las ventanas, dejando que el resplandor del verano recién estrenado se abalanzara implacable en mi habitación, al grito de «¡Arriba perezoso, que tengo que ventilar!» y confirmando que su política de hechos consumados me perseguiría durante las siguientes doce semanas. Intenté resistirme, remolón, durante un buen rato mientras ella aireaba, barría y terminaba de recoger la casa, pero al final, seducido por la promesa de un chocolate recién hecho la seguí somnoliento hasta la puerta de la cocina. Nos paramos en la entrada y mamá soltó un gritito de sorpresa: el abuelo seguía sentado con su pijama, pero nos miraba con una sonrisa brillante y sobre su cabeza, superpuesta y ladeada hasta casi taparle el ojo izquierdo, tenía su vieja gorra verde y Bea saltaba a su alrededor. «¡Se la he puesto yo, se la he puesto yo!», gritaba orgullosa mientras nosotros mirábamos boquiabiertos el montoncito de migas, y debajo, dibujadas con un rotulador negro sobre el hule blanco, las filas y columnas rellenas de las palabras cuyos significados habían sido nuestra letanía durante tantas mañanas.

viernes, 3 de abril de 2009

Lluvia roja

Colgó el teléfono y se sentó a esperar su llegada frente a la televisión encendida, en el borde de la única silla que permanecía en pie. Mientras se balanceaba peligrosamente adelante y atrás, intentó aferrarse al último hilo de cordura, enredándose en el concierto que agonizaba en la pantalla. Sus manos, medio cubiertas por las mangas de la camisa liberada de los gemelos, tamborileaban incontrolables sobre la mesa donde aún permanecían los restos del naufragio de la noche anterior: las dos copas volcadas, los platitos con los pipos secos de las uvas y la botella de champán sin acabar.
La lluvia empezó a caer casi al mismo tiempo que en Viena la orquesta atacaba la marcha Radetzky. Al principio fue como una ducha fina, apenas un chirimiri arcilloso, pero pronto se convirtió en un aguacero de un rojo intenso que le obligó a abandonar el concierto y salir para contemplar aquel espectáculo. Se quedó tembloroso bajo el dintel de la puerta viendo como el agua teñía los robles pelados y corría, espesa y carmesí, por el sendero de grava que se perdía, ladera abajo, hasta la carretera comarcal. Otra vez se mordió el labio con rabia, reabriendo la herida apenas cicatrizada y disfrutando del sabor metálico que invadía su boca, al recordar, todavía con rencor, que la decisión de comprar aquella cabaña perdida había sido, como casi todo, de Mildred. Miró de soslayo a la puerta entreabierta de la cocina donde, por una vez, estaba callada. Hacía mucho tiempo que no soportaba su verborrea imparable ni sus patéticos intentos de “rescatarle de él mismo”, como ella solía decir. Él, en cambio, no quería ser rescatado. Casi siempre solía sentirse cómodo entre las voces que en ocasiones le consolaban y en otras le empujaban a tomar decisiones que, de otro modo, nunca se hubiera atrevido a adoptar; voces que le mostraban una realidad que los demás no podían ver y que, solo algunas veces, le provocaban terribles jaquecas cuando formaban un griterío incontenible. Pero en ese momento Mildred y las voces guardaban silencio. Cerró la puerta entre escalofríos y se remetió la camisa blanca que ahora estaba jaspeada de escarlata.
Volvió a abandonarse frente a la televisión, donde un teatro, abarrotado de idiotas sonrientes, palmoteaba al ritmo de la música que casi no podía escuchar. La lluvia se había convertido en una violenta tromba de cuajarones que reventaban con estruendo contra el tejado y los cristales de las ventanas. Con las manos temblorosas se frotó las mejillas, raspándose con la barba que empezaba a crecer, ocultando los arañazos que las cruzaban, y subió el volumen al máximo en un vano intento de silenciar el estrépito de fuera y el que empezaba a brotar, otra vez, dentro de su cabeza. Fue al aparecer la voz de Mildred cuando giró el cuello violentamente hacia la cocina, para confirmar que ella seguía sin poder hablar: su cuerpo yacía boca abajo, en medio de la marea roja, con el cuchillo como un mástil brillante surgiendo de su espalda. Despacio, sin intentar controlar ya el fragor de su cerebro, salió al exterior, al encuentro de las luces que, subiendo a toda velocidad, ululaban azules por el sendero, abriéndose paso entre la lluvia clara.

jueves, 19 de febrero de 2009

Amnesia histórica

Lo más probable es que mi aversión a los ritos funerarios no sea más que un modo disimulado de esquivar todo lo relacionado con la muerte. Y que el rechazo que siento hacia entierros, funerales y engalanadas visitas familiares a los cementerios en fechas señaladas, no sea resultado, como estoy creído, de una mera reflexión intelectual, sino otro modo del miedo atávico a dejar de ser, o a que desaparezcan las personas que te rodean. Es probable.
De cualquier manera no pienso apuntarme a ningún culto necrofílico. No puedo sentir ningún cariño por lo que reposa bajo una lápida, o en un nicho, o por unas cenizas que de ningún modo se me asemejan, ni tan siquiera simbólicamente, a la persona que fueron.
Prefiero seguir pensando que lo que de verdad queda importante de los que se van es su recuerdo en los que viven y sus historias, a veces pequeñas y otras inmensas aunque sean anónimas, y que cuando estas se pierden porque no pudieron ser contadas es como condenarles a una segunda muerte.
La fotografía la encontró mi padre, junto con otras de más o menos la misma época, revolviendo papeles antiguos; una instantánea de lo que fueron mis familiares en un tiempo antes de la llegada de otros tiempos peores. Un puñado de rostros confiados, alegres, siniestros en algún caso, en los que intento reconocerme sin demasiado éxito, y que ahora son solo polvo. Entre ellos nada más que identificó a mis abuelos paternos, aunque conocí a algun otro entre los presentes, y ahora, quizás sean cosas de la edad, me pregunto por su historia. Pero ya casi no queda nada, principalmente porque guardaron silencio sobre demasiadas cosas, probablemente intentando olvidar el alivio que sintió mi abuelo al esquivar la pena de muerte por los pelos, o quizás por no acrecentar innecesariamente las angustias de sus hijos explicándoles sus sensaciones en los años de cárcel –no queda ningún rastro de ese tiempo salvo una lista de sus alumnos de francés –, y los de deportación. Solo silencio e historias muertas, y eso no hay ya ley que lo repare.

martes, 20 de enero de 2009

Recuerdo I

A mi espalda las montañas peladas del Atlas. En el cielo, el sol es una bola blanca que se deja mirar de igual a igual velado por la calima. Solo escucho el viento ardiente sobre el pedregal y algún reptil invisible buscando refugio entre los escasos matojos resecos. Cierrro los ojos y durante unos instantes yo también soy desierto.

La operación

Me palpo la cabeza vendada y devuelvo sonrisas a todos los que se arremolinan alrededor de la cama. Los doctores, la familia, los amigos, todos insisten en que mis temores eran infundados, que soy el mismo que era ayer, que soy el mismo que seré mañana. Cuando me dejan solo me pregunto que habrá hecho esa gente con todas las personas que conocía.

jueves, 15 de enero de 2009

Inicio

Diría que este blog ha surgido por accidente si no fuese porque Freud decía que no existen, al menos los de este tipo, así que lo consideraré un “acto fallido”. Lo cierto es que casi se ha abierto solo, si bien ayudado por mi inexperiencia y mi curiosidad por ver como se hacían este tipo de bitácoras virtuales: era demasiado tentador ver esa pestaña en la esquina superior derecha que decía “CREAR UN BLOG” y no pude resistirme a entrar, pero me imaginaba que llegado el momento, después del diseño, te preguntaría algo así como “¿Quiere abrirlo ahora?”, e incluso insistiría “Cuando pulse SÍ abrirá irremediablemente un blog. ¿De verdad desea continuar?”. Por eso me sorprendí cuando apareció en la pantalla del ordenador y no servía de nada dar un paso atrás, pulsar ctrl z ni ninguna otra artimaña: había creado un blog. Después descubrí que se podía borrar (como veis mis conocimientos del tema rozan la excelencia), pero me pregunté, parafraseando el tentador anuncio nocturno de un conocido elongador genital, “¿y por qué no?”.
Así que aquí estamos: ahora no solo tengo un folio en blanco sino también una pantalla en blanco (aunque parezca que el fondo es negro en realidad es un blanco muy oscuro). Al menos espero que se empujen mutuamente a llenarse de palabras.