viernes, 3 de abril de 2009

Lluvia roja

Colgó el teléfono y se sentó a esperar su llegada frente a la televisión encendida, en el borde de la única silla que permanecía en pie. Mientras se balanceaba peligrosamente adelante y atrás, intentó aferrarse al último hilo de cordura, enredándose en el concierto que agonizaba en la pantalla. Sus manos, medio cubiertas por las mangas de la camisa liberada de los gemelos, tamborileaban incontrolables sobre la mesa donde aún permanecían los restos del naufragio de la noche anterior: las dos copas volcadas, los platitos con los pipos secos de las uvas y la botella de champán sin acabar.
La lluvia empezó a caer casi al mismo tiempo que en Viena la orquesta atacaba la marcha Radetzky. Al principio fue como una ducha fina, apenas un chirimiri arcilloso, pero pronto se convirtió en un aguacero de un rojo intenso que le obligó a abandonar el concierto y salir para contemplar aquel espectáculo. Se quedó tembloroso bajo el dintel de la puerta viendo como el agua teñía los robles pelados y corría, espesa y carmesí, por el sendero de grava que se perdía, ladera abajo, hasta la carretera comarcal. Otra vez se mordió el labio con rabia, reabriendo la herida apenas cicatrizada y disfrutando del sabor metálico que invadía su boca, al recordar, todavía con rencor, que la decisión de comprar aquella cabaña perdida había sido, como casi todo, de Mildred. Miró de soslayo a la puerta entreabierta de la cocina donde, por una vez, estaba callada. Hacía mucho tiempo que no soportaba su verborrea imparable ni sus patéticos intentos de “rescatarle de él mismo”, como ella solía decir. Él, en cambio, no quería ser rescatado. Casi siempre solía sentirse cómodo entre las voces que en ocasiones le consolaban y en otras le empujaban a tomar decisiones que, de otro modo, nunca se hubiera atrevido a adoptar; voces que le mostraban una realidad que los demás no podían ver y que, solo algunas veces, le provocaban terribles jaquecas cuando formaban un griterío incontenible. Pero en ese momento Mildred y las voces guardaban silencio. Cerró la puerta entre escalofríos y se remetió la camisa blanca que ahora estaba jaspeada de escarlata.
Volvió a abandonarse frente a la televisión, donde un teatro, abarrotado de idiotas sonrientes, palmoteaba al ritmo de la música que casi no podía escuchar. La lluvia se había convertido en una violenta tromba de cuajarones que reventaban con estruendo contra el tejado y los cristales de las ventanas. Con las manos temblorosas se frotó las mejillas, raspándose con la barba que empezaba a crecer, ocultando los arañazos que las cruzaban, y subió el volumen al máximo en un vano intento de silenciar el estrépito de fuera y el que empezaba a brotar, otra vez, dentro de su cabeza. Fue al aparecer la voz de Mildred cuando giró el cuello violentamente hacia la cocina, para confirmar que ella seguía sin poder hablar: su cuerpo yacía boca abajo, en medio de la marea roja, con el cuchillo como un mástil brillante surgiendo de su espalda. Despacio, sin intentar controlar ya el fragor de su cerebro, salió al exterior, al encuentro de las luces que, subiendo a toda velocidad, ululaban azules por el sendero, abriéndose paso entre la lluvia clara.

2 comentarios:

  1. Hola, hermano del Gozo.
    No sé por qué no había leído antes este cuento. La "tromba de cuajarones" es muy impactante. Casi la puedo ver.
    Kisskiss.

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  2. hola, hermano mayor. Yo también tenía pendiente este relato. Como todo lo que escribes, impresionante.

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